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HEMEROTECA- Tomo I
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SEPTIEMBRE 1973 – Año II – Núm. 11

 

ORIENTALISMO 

TRAS LAS HIELLAS DE LA MÍSTICA ORIENTAL OM MANI PADME HUM

 


Para el viajero que, abandonando las llanuras abrasadas de la India, escala los contrafuertes del Himalaya para penetrar en el Tíbet, deseoso de entrar en contacto con la esencia mística de los altos lugares sagrados de Asia, esta letanía “Om Mani Padme Hum” viene a su encuentro repetida hasta el infinito en banderolas, campanillas y en inscripciones a lo largo de todo su camino.
Los “stupas”, las ermitas, las piedras rituales, las casas, los molinillos de oraciones, etc., repiten incesantemente esta fórmula.
Al preguntar su significación, se le contestará: “Es un mantra”.
Al insistir, la contestación será aún más lacónica, bien que densa de contenido: “Es un mantra arquetipo”. Si para un oriental esta frase encierra una vastísima y profunda significación, para un occidental, en general, su contenido es árido y no sacia su hambre de lo trascendente.
¿Qué es, pues, un “mantra”?
Si queremos comprenderlo tenemos que penetrar en los senderos de la mística oriental.
Un maestro, no ya el simple “gurú”, más bien un “siddhagurú” (o sea, el maestro que ha realizado la iluminación) deja a sus discípulos el fermento o germen de la realización espiritual, como objeto de la meditación.
El discípulo podrá así cultivar, en su propio terreno espiritual, esta semilla, aportando el espíritu los elementos esenciales a su evolución, y al fin obtendrá las transformaciones anímicas trascendentes deseadas.
La imagen más directa por todo el Oriente, es la comparación con el reino vegetal, y esto implica la noción del “mantra” como semilla, y del espíritu del discípulo como terreno.
El “siddhagurú” entrega un “mantra” al discípulo a título personal, bajo forma de una asociación de sonidos; no necesariamente bajo la forma de una frase compuesta de palabras concretas; en principio no es ésta la finalidad del mantra”.
La escucha de los sonidos generados por la pronunciación del “mantra” (o de su canto), habiéndose efectuado previamente el vacío mental, despierta un estado perceptivo especial que se exalta, por entrar en vibración armónica todo el contenido anímico del discípulo, logrando éste el estado de contemplación final.
No olvidemos que las etapas de todo trabajo espiritual son, en Oriente, obligatoriamente las siguientes:

  1. La oración (o fijación de las fuerzas incoherentes del cuerpo).
  2. La meditación (o fijación de las fuerzas espirituales que tienden a fragmentarse. Es aquí donde se efectúa el vacío mental, teniendo como base y elemento motor el “mantra”).
  3. La contemplación.

Las etapas sucesivas de este trabajo son:

  1. La iluminación.
  2. El éxtasis.

Notemos que 1), 2) y 3) son un aspecto dinámico de los contenidos anímicos del discípulo, de “dentro hacia fuera”, y que los puntos 4) y 5) son algo trascendente que desde “afuera” van hacia “dentro”.
El “mantra” se nos presenta en este esquema como un enlace, un puente o un soporte en esta doble circulación de fuerzas (de dentro hacia fuera y desde afuera hacia dentro).
Analizando el paso de la meditación a la contemplación, éste se produce de forma automática por simple separación entre los contenidos anímicos y el cuerpo. Para quien esté acostumbrado a observar los trabajos espirituales en los monasterios orientales, este paso se nota en seguida porque se sellan los labios del discípulo y el cuerpo queda en un estado cataléptico, liberando de su prisión las facultades perceptivas interiores activadas por el “mantra”. Si en realidad los labios ya no repiten materialmente el “mantra”, toda la estructura anímica interior lo repite en el discípulo, por ser esta vibración el sustrato sobre el cual se apoya su “evaporación” y “expansión anímica” hacia el aspecto trascendente del universo: su salida, como se dice en Occidente.
A causa de las estructuras interiores diferentes de discípulo a discípulo, el “siddhargurú” entrega a cada uno el “mantra” más apropiado para su labor espiritual.
Para un occidental éste es un hecho desconsolador, por carecer de maestros calificados que le puedan dictar normas personales con toda garantía de eficacia. Por lo tanto, el primer paso será buscar un mantra universal, que él pueda comprender y meditar, o sea, un “mantra arquetipo” que sea valedero más allá de nuestra propia constitución anímica, y que no tenga en cuenta las diferencias personales interiores.
“Om Mani Padme Hum” es precisamente un “mantra arquetipo”, que responde al afán de encontrar una forma canónica, perfecta, inamovible, valedera hacia el infinito. Si deseamos analizarlo, nos acercaremos más a la esencia de las realizaciones espirituales de Oriente, que generalmente se sintetizan en fórmulas muy concisas y de gran riqueza interior.

 


En el universo, Dios se ha manifestado en primer lugar como esencia (nombre) y después como forma, mediante todo lo creado. Para nosotros, detrás de este universo perceptible en su forma, y del cual sólo podemos percibir una pequeña porción, se tiene invisible el Sumo Hacedor en su esencia.


Según la filosofía induística, todo el universo tiene su condición de manifestación codificada por el doble aspecto de nombre y forma. La forma es el revestimiento exterior, del cual el nombre es la esencia interior; el cuerpo es la forma y el espíritu (o antahkaranâ) es el nombre. Todos los sonidos, en tanto que símbolos acústicos están universalmente asociados con Nâma (el nombre) por todos los seres dotados del uso de la palabra.

Paralelamente, en nuestro espíritu (o microcosmo) no hay la más pequeña ola, o encrespadura, en su chittâ (o esencia del espíritu) que no obedezca a esta ley de condicionamiento por medio del nombre y de la forma. La inaccesible esencia del Sumo Hacedor nos aparece como “Sphota”, “El que se manifiesta”, o sea, la esencia de todas las ideas, pensamientos y nombres “a priori”, proyectado en la nada, que es el poder a través del cual el Señor ha creado el universo.
El concepto “Sphota” tiene su correspondencia en Occidente con el del “Logos” o “Verbo”. En Oriente “Sphota” tiene como único símbolo la palabra “OM” y, si tenemos en cuenta que ese símbolo y la idea de “Sphota” son inseparables, debemos ser capaces, al pronunciar la palabra “OM” de vivir interiormente la comprensión de la esencia “Sphota”. Tengamos en cuenta que dicha palabra, o el “Logos”, es el aspecto más próximo al Sumo Hacedor revelado, y la primera manifestación de la Sabiduría Divina; por consiguiente, para todo el Oriente, la palabra “OM” es el símbolo de Dios. Esta inseparabilidad de la esencia y del símbolo acústico se revela valedera cuando meditamos las relaciones Dios-universo manifestado. Para los orientales “OM” es un “Nâda-Brahmâ”, o un “Brahma-sonido” es el sonido inicial, o arquetipo, de toda la creación, que a su vez simboliza el aspecto dinámico de Dios. Al preguntar a un “siddhagurú” tibetano la significación de la palabra “OM”, me contestó:
–OM es el sonido integral que representa la totalidad viviente de la Creación; es la palabra que expresa el infinito, el absoluto y el eterno.
–OM es el medio más eficaz para derrumbar los muros de nuestro ego, dándonos consciencia de nuestra verdadera naturaleza trascendente bajo forma de comunión del espíritu con la esencia de la creación.
Los comentarios de las otras palabras del “mantra” fueron:
–MANI simboliza el fulgor radiante de la joya de la iluminación. No hay ya ni el ego, ni el universo como entidades separadas; sólo hay un estado único: la integración.
–PADME simboliza la vía de la visión (o contemplación) totalmente desarrollada.
–HUM es, para los tibetanos, el límite inferior de la escala de los sonidos de la voz humana; es la “puerta del inaudible”. Este sonido representa la bajada de la totalidad de la esencia de la creación en las profundidades de nuestra consciencia.
Antes de terminar la correcta traducción del “mantra”, para el punto de vista occidental, es preciso analizar un concepto generalmente mal interpretado: el vacío. Esta etapa obligatoria de todo trabajo espiritual en Oriente, este denominador común de todo rito iniciativo, y por consiguiente, como índice de pereza. Normalmente se piensa que un ser contemplativo es un ocioso que vive a espaldas de la humanidad. Cuando en Oriente se habla de “vacío”, más particularmente de “vacío mental”, no se quiere indicar simplemente una vacuidad. Así, cuando se habla de la “nada”, tampoco se quiere indicar una negación total.
El “vacío mental” y la búsqueda de la “nada” indican simplemente la interrupción, la eliminación total de nuestra producción mental, pensamientos, imágenes, sonidos, etc. Se descubre muy rápidamente al practicar estas técnicas, que el vacío y la nada están llenos de miríadas de esencias y formas las más variadas, y que nuestras capacidades productivas son ridículas en comparación a lo que se puede captar. Lo más extraño (que tiene, no obstante, su explicación) es que ante todo se capta la “esencia” de la visión que se nos presenta en el vacío y, posteriormente, ésta “puede” recubrirse de la forma correspondiente. Este último fenómeno se verifica en función directa de la intensidad de nuestra búsqueda y en función inversa al nivel espiritual logrado.
Así se podría atribuir la aparición de las formas como una necesidad de los niveles espirituales menos desarrollados, mientras que los espíritus muy elevados ya no lo necesitan. De ahí se comprende más claramente la contestación que me dio un lama sobre este problema: “Podemos afirmar que el verdadero ser de nuestro espíritu es grande, porque puede abarcar la esencia de la creación, y porque todas las cosas del universo están encerradas en nuestra esencia”.
El contacto directo, inmediato (o sea, sin mediación alguna de un soporte intermediario cualquiera), con las esencias de la naturaleza, confiere a la persona que lo practica, unas experiencias extraordinarias acompañadas por la manifestación de “otras” propiedades de la materia, y por otra parte totalmente naturales.
Dejando a parte estos argumentos, vamos a ver de cerca la vida de un monje que busca la “iluminación”.
Después de un largo período preparatorio –varios años–, un grupo, cuidadosamente seleccionado, de doce monjes, abandona el monasterio para entrar en la ermita.
Esta se compone de doce celdas, construidas en las rocas de la montaña que domina el monasterio.
Las celdas son muy pequeñas; tienen alrededor un metro cuadrado de superficie (¡claustrófobos, abstenerse!).
El primer periodo de trabajo dura solamente tres años, tres meses y tres días. El “siddhagurú” puede prolongarlo hasta a doce años. Pocas horas de sueño. A las tres de la madrugada empieza la meditación, y esta hora es canónica para los trabajos trascendentes, cuando los monjes ordinarios del monasterio solamente se levantan a las cinco.
Las pocas horas de sueño son pasadas en la posición yogui del “Loto”, y más que de sueño, sería preciso hablar de un estado semicataléptico.
A este confort podemos añadir que la calefacción se obtiene sólo mediante irradiación personal, y que el menú que detallamos a continuación, es verdaderamente de lujo.
Un par de nabos cortados en rodajas flotan en un poco de agua caliente, a la cual se le añade un trozo de manteca rancia de yak; y todo eso, un par de veces al día para empezar. Más adelante, solamente se les suministrará una vez al día, añadiendo el inevitable té ahumado, siempre acompañado por la no menos clásica manteca de yak.
La “Trampa”, comida clásica de los lamasterios tibetanos, a base de cebada tostada (análoga a la Kascha usa, salvo que ésta sólo es hervida) es un verdadero festín en comparación a lo que espera a los doce monjes en su ermita. Téngase en cuenta que, cebada, té, nabos, manteca de yak, etc., son producciones propias del monasterio al cual pertenece la ermita.
A título personal, aconsejamos vivamente una sola semana de este tratamiento a las personas sobreexcitadas, intoxicadas y víctimas de la esclavitud que trae consigo una vida material de un nivel demasiado elevado.
El mismo tratamiento de superlujo lo encontramos aquí en Occidente en los cartujos, cirtercienses, trapenses, etc.; quiero decir que no es preciso ir a Oriente para practicar una vida de labor y austeridad.
¿Cómo consiguen esos monjes la “iluminación”? El “mantra” clásico es el “Om Mani Padme Hum”, y los ritos de iniciación en general se apoyan sobre la penetración anímica de la infinita misericordia y compasión hacia nosotros de la madre del universo: Tchenrezig (en el Tíbet), o Avalokitesvarâ (para la vertiente del Himalaya).
Más adelante, teniendo en cuenta el desarrollo espiritual personal de los monjes, el “siddhagurú” transmitirá, a cada uno, su “mantra” particular, en vista de acelerar el desarrollo del proceso anímico.
A mis amigos de Occidente que me pidieron un “mantra” arquetipo conforme a su morfología y su fe, me he permitido aconsejarles: “Adjutorium nostrum in nómine dómini”, indicándoles de meditar bien el porqué “nuestra ayuda está en el nombre del Señor” y no en el “Señor”, a secas.
Las razones las hemos percibido procedentemente, y si meditamos un poco más comprenderemos cuán vano es, improcedente y ofensivo, soltar tacos y blasfemias, que no deben existir, ni como reforzativo habitual de nuestras frases más vigorosas.
La iluminación empieza a cualquier nivel.
Queremos, por último, definir aproximadamente, en un conjunto de frases, los principales conceptos implícitos y explícitos que encierra “Om Mani Padme Hum”, bajo el punto de vista occidental.
Tendría que decirse algo semejante a: “Gracias a Ti, o Sumo Hacedor invisible y desconocido para nosotros, que te dignaste revelarte como esencia visible mediante el Verbo; que permitiste a nuestra consciencia elevarse hacia Ti, abarcando el infinito mediante la integración nuestra a toda Tu Creación; que nos permitiste entrar en el fulgor de Tu luz mediante la iluminación; que nos entregas la visión total en lo creado y lo no creado, y que nos permites llevarte en lo más profundo de nuestro corazón, Tú que eres la totalidad y el infinito”.
Complicado, ¿verdad?
A esta pregunta mía, un lama me contestó: “Somos simplemente así”.


 
CHANG-LI-YANG


 



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